De la más honda penumbra,
provienen los gritos de una mente retorcida.
De mirada fija, quebrada por la crueldad
a la que se abrazó sin retorno.
A veces ríe, en otras,
susurra profecías o secretos.
La mayoría del tiempo, insultos.
Insultos a mí, a ti, a todos.
No quiere a nadie, ni a sí mismo.
Solo insulta, juzga y llora.
Y desde aquí tengo que verlo,
como quien contempla la muerte nublar los ojos.
¿Qué me darías que valga el precio de mis recuerdos?
Si te quedas un poco, te lo diré.
Una mirada, haría de un día gris; uno muy especial.
Una sonrisa, me haría feliz todo el mes.
Una palabra de aliento me volvería un guerrero fiero
Uno que pelea contra el mundo y todo el que te hace daño.
Si me dieras todas juntas,
definitivamente me harías la vida.
Y yo te la daría para que seas tú quien la gobierne,
sólo por ser quien lleve felicidad hasta tu casa,
hasta tu cama, a donde quieras.
El susurro del viento trae el eco de sus gritos a mis oídos.
¿Y yo quién soy en todo caso? Pues en el mejor de los casos, estoy perdido. En el peor, hace mucho que dejé de existir.
¿Y quién serías tú en esta historia? Si no sé lo que soy, si no puedo encontrarme, ¿dónde estarán los demás si no sé vivir conmigo mismo? ¿A dónde se irán cuando se den cuenta que no soy un buen destino?
Saber las respuestas no quiere decir que vaya a aceptarlas.
Si este fuera un cuento nuevo, entonces abrigaría mi pecho con promesas que endulcen a mis oídos y bebería de la miel del autoengaño hasta quedar saciado. Pero el cuento de la esperanza se quedó sin páginas para que me alimenten, la desesperación me abraza y me da de su seno igual que a un niño.
Y yo, después de tanto, tengo que aceptar lo que ya no soy.
Una voz me dice que lo haga, como un pequeño diablillo susurrando una travesura. Unas manos me abrazan, me acarician. ¿Es útil el consuelo cuando no queda nada por rescatar?
Tengo que bajar la vista al suelo para ver lo que yace inerte a mis pies. Trozos de mentiras me agobian cuando las veo, aún las siento en los labios cuando noto la falsedad de una linda máscara con una sonrisa y la carne podrida pegada a su cara interna.
Y yo, la veo desde arriba.
¿A dónde me llevarías mañana? No tengo nada que darte, ni tampoco nada que quiera ofrecerte. Sólo estoy aquí, pensando. Queriendo soñar, pero temiendo hacerlo.
¿Es la angustia mejor que la sal para sazonar una herida?
Escribo una carta en diferentes partes, queriendo darle sentido a lo que siento. Busco una manera de atar los hilos, anhelando hallarme en alguna de estas frases.
Quiero respuestas y a la vez me escondo de ellas.
Temo al abismo, a lo que hay al fondo y me mira de regreso.
Me asquea la normalidad, pues sé que no tiene un sitio para mí.
Temo a la cordura, pues nunca me ha traído nada bueno.
Quiero ver el amanecer, pero me siento mejor en la oscuridad.
He perdido a la mitad de mí mismo que era luz y amabilidad, la he visto arrancarse el corazón del pecho y me he quedado con un espejo roto para reflejar las pocas cosas buenas que sobrevivieron.
He ido pisando cada una de ellas mientras las extraño. ¿Cuándo volverán? Me he preguntado. Las miro tiradas en el suelo, me quito la sonrisa del rostro para poder llorarles y después me quedo en silencio.
¿Quién soy yo, después de todo?
Alguien perdido. Alguien buscado. Alguien escondido. Alguien atrapado.
Debes leer. Sea un libro como tal o en tu teléfono. También debes tomar algo caliente, un poco de leche tibia o un té. Hay algunos que son relajantes, endulzados con miel es aún mejor. Por último, debes acomodarte bien, colocarte en la cama de tal manera que estés tan cómodo que después de tres páginas y cuatro sorbos, cierres los ojos. Cuando los vuelvas a abrir, habrá salido el sol.
