Si pudierais elegir una cosa sobre la que nunca pensar. No que no suponga un problema, sino que no penséis en ello. ¿Qué sería?
La ausencia.
Soy una experta en las despedidas, diría que alcanzaré la categoría de maestra en lo que queda de año. Y es curioso, porque tengo despedidas “estables”; siempre me despido del mismo sitio, de las mismas personas, en apartados diferentes, pero por circunstancias similares. Cambia el tiempo que tardaré en volver a hacerlo, pero no lo hace la sensación de que pasará, de que en algún momento volveré a irme y a quedarme. Estoy en ese círculo vicioso en el que nada me pertenece y a la vez lo tengo todo controlado, perfectamente estudiado, perfectamente asentado. Llega un momento donde pareces estar en dos sitios, tu presencia, la lealtad ajena (que no general), la propia. El gusto por la sutileza de no desaparecer nunca del todo se impone.
Me he vuelto tan experta en las despedidas que no pasan por mi demasiado tiempo, aunque si existen los precedentes, esos pensamientos en los que calibras lo que supone tu ausencia en un espacio que no crees preparado para perderte, y sobre todo lo que cambia en mí ese hecho. Existe ese instante, demoledor, en el que gritaría pidiendo auxilio que me dejaran donde estoy. Donde lo único que quieres es quedarte, literalmente, para agonizar en un mísero espacio donde te garantizas que estás, aunque nunca te sientas presente en ningún sitio. Hay una sensación de comodidad, en no moverse, que te produce un agujero en el estómago y no quiere taparse. Siempre quiero quedarme, pero todas las veces quiero volver.
Así que lo haces, te despides, te vas. Y pasas los instantes más ahogados de tu vida, con la idea de dar marcha atrás rondándote la cabeza, taladrándotela.
Hasta que dejas de escucharlo, se disipan. Porque vaya en la dirección que vaya siempre estoy en casa y siempre volveré a casa. Y me acostumbro a la llegada, con la emoción tan acentuada como la incapacidad que siento para aceptar la salida.
Soy una experta en las despedidas, diría que alcanzaré la categoría de maestra en lo que queda de año. Y es curioso, porque tengo despedidas “estables”; siempre me despido del mismo sitio, de las mismas personas, en apartados diferentes, pero por circunstancias similares. Cambia el tiempo que tardaré en volver a hacerlo, pero no lo hace la sensación de que pasará, de que en algún momento volveré a irme y a quedarme. Estoy en ese círculo vicioso en el que nada me pertenece y a la vez lo tengo todo controlado, perfectamente estudiado, perfectamente asentado. Llega un momento donde pareces estar en dos sitios, tu presencia, la lealtad ajena (que no general), la propia. El gusto por la sutileza de no desaparecer nunca del todo se impone.
Me he vuelto tan experta en las despedidas que no pasan por mi demasiado tiempo, aunque si existen los precedentes, esos pensamientos en los que calibras lo que supone tu ausencia en un espacio que no crees preparado para perderte, y sobre todo lo que cambia en mí ese hecho. Existe ese instante, demoledor, en el que gritaría pidiendo auxilio que me dejaran donde estoy. Donde lo único que quieres es quedarte, literalmente, para agonizar en un mísero espacio donde te garantizas que estás, aunque nunca te sientas presente en ningún sitio. Hay una sensación de comodidad, en no moverse, que te produce un agujero en el estómago y no quiere taparse. Siempre quiero quedarme, pero todas las veces quiero volver.
Así que lo haces, te despides, te vas. Y pasas los instantes más ahogados de tu vida, con la idea de dar marcha atrás rondándote la cabeza, taladrándotela.
Hasta que dejas de escucharlo, se disipan. Porque vaya en la dirección que vaya siempre estoy en casa y siempre volveré a casa. Y me acostumbro a la llegada, con la emoción tan acentuada como la incapacidad que siento para aceptar la salida.