¿Cuántos pares de zapatos tienes?
"La proposición «El mar es hermoso» consuma violencias.
Primero: la del nombre. Brutalidad atributiva del lenguaje humano que pende letreros en las presencias y movimientos vivos.
Segundo: a la atribución de un nombre se le añade un género (podría ser 'la mar') y una idea de unidad (podrían ser 'los mares' o 'las aguas'). El artículo aparece como carcelero que lo esposa al destino de esa unidad cerrada. Enseguida viene el verbo copulativo 'ser' (el peor de todos) a sentenciar o dictaminar que esta existencia 'es': como si, al enfrascarla, en el verbo, se la autorizara a existir. 'El mar es' insinúa la amenaza vedada de que, si el lenguaje se retirara podría no ser o ser en una forma que Kant llamaría 'cosa en sí. Además, eso que llamamos 'mar' debería agradecer al lenguaje la posibilidad de tener una existencia ontológica. Incluso el lenguaje cree estar haciéndole un favor o un homenaje al mar dedicándole sus ciencias y poéticas. El mar no necesita reconocimiento. El lenguaje alucina tenerlo, poseerlo, incluso hasta hacerlo su amigo.
Todavía se lo somete a las pruebas del ser: ¿el mar persistiría aún si nadie lo percibiera y nombrara? ¿Puede ser visto, tocado, estudiado y pueden extraerse de él peces y otras historias fabulosas?
Tercero: al atribuirle hermosura, se termina de enclaustrarlo en la función de ser disfrutado como espectáculo y confinado al deber de calma que inhibe y disciplina su capacidad de bravura, maremoto, tifón, o cualquier otra locura que atentara contra la civilización del lenguaje (que no obstante se halla prevenida como lo prueban la existencia de las palabras 'bravura', 'maremoto', 'tifón' y 'locura').
El mar, así, entra en el mundo de hypokeímenon: se vuelve soporte de cosas que se predican.
Pero también el mar se vuelve asunto o cuestión o problema, 'sujeto', sobre lo que trata la ciencia oceanográfica. O tema, 'sujeto', inspirador del amor, la soledad, la pesca, los deportes acuáticos, la melancolía. O asunto, 'sujeto', de proyectos y desarrollos inmobiliarios. O argumento del descanso del capitalismo urbano que inventa la idea de playa."
Somos prisioneros del lenguaje. Y, por el momento, no podemos escapar del modo en el que moldea nuestras mentes. Nuestra mente es limitada para penetrar en la realidad, pero infinita para simularla. Lamentablemente, el lenguaje, más que una construcción mental, es una construcción cultural. Lo que podemos hacer es utilizarlo para crear nuevos mundos. Convertirlo en un arma suicida que atente contra sí mismo. No necesitamos aniquilarlo ni inventar otro. El propio lenguaje nos puede otorgar la rabiosa fuerza y la cruel pasión que la civilización le amputó. Si no podemos desprendernos de las categorías, que estás se conviertan en entidades subversivas y explosivas.
Primero: la del nombre. Brutalidad atributiva del lenguaje humano que pende letreros en las presencias y movimientos vivos.
Segundo: a la atribución de un nombre se le añade un género (podría ser 'la mar') y una idea de unidad (podrían ser 'los mares' o 'las aguas'). El artículo aparece como carcelero que lo esposa al destino de esa unidad cerrada. Enseguida viene el verbo copulativo 'ser' (el peor de todos) a sentenciar o dictaminar que esta existencia 'es': como si, al enfrascarla, en el verbo, se la autorizara a existir. 'El mar es' insinúa la amenaza vedada de que, si el lenguaje se retirara podría no ser o ser en una forma que Kant llamaría 'cosa en sí. Además, eso que llamamos 'mar' debería agradecer al lenguaje la posibilidad de tener una existencia ontológica. Incluso el lenguaje cree estar haciéndole un favor o un homenaje al mar dedicándole sus ciencias y poéticas. El mar no necesita reconocimiento. El lenguaje alucina tenerlo, poseerlo, incluso hasta hacerlo su amigo.
Todavía se lo somete a las pruebas del ser: ¿el mar persistiría aún si nadie lo percibiera y nombrara? ¿Puede ser visto, tocado, estudiado y pueden extraerse de él peces y otras historias fabulosas?
Tercero: al atribuirle hermosura, se termina de enclaustrarlo en la función de ser disfrutado como espectáculo y confinado al deber de calma que inhibe y disciplina su capacidad de bravura, maremoto, tifón, o cualquier otra locura que atentara contra la civilización del lenguaje (que no obstante se halla prevenida como lo prueban la existencia de las palabras 'bravura', 'maremoto', 'tifón' y 'locura').
El mar, así, entra en el mundo de hypokeímenon: se vuelve soporte de cosas que se predican.
Pero también el mar se vuelve asunto o cuestión o problema, 'sujeto', sobre lo que trata la ciencia oceanográfica. O tema, 'sujeto', inspirador del amor, la soledad, la pesca, los deportes acuáticos, la melancolía. O asunto, 'sujeto', de proyectos y desarrollos inmobiliarios. O argumento del descanso del capitalismo urbano que inventa la idea de playa."
Somos prisioneros del lenguaje. Y, por el momento, no podemos escapar del modo en el que moldea nuestras mentes. Nuestra mente es limitada para penetrar en la realidad, pero infinita para simularla. Lamentablemente, el lenguaje, más que una construcción mental, es una construcción cultural. Lo que podemos hacer es utilizarlo para crear nuevos mundos. Convertirlo en un arma suicida que atente contra sí mismo. No necesitamos aniquilarlo ni inventar otro. El propio lenguaje nos puede otorgar la rabiosa fuerza y la cruel pasión que la civilización le amputó. Si no podemos desprendernos de las categorías, que estás se conviertan en entidades subversivas y explosivas.
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Simone