Hace unos días entré en un baño y me encontré a una chica de no más de 10 años maquillándose. No es un acto atroz pues no deja de ser transformar un poco tu aspecto, pero la motivación que hay detrás me desagrada enormemente, ese intento de gustar, de encajar, de sentirse querido, envidiado, deseado. Esas ganas de existir en los ojos de otro.

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Aún así, es en cierta manera un poco hipócrita mi rechazo, pues ese deseo de ser visto a temprana edad no acaba diluyéndose con el tiempo, perdura a los veinte, a los treinta, a los cuarenta… Algunos se maquillan, otros cuentan chistes, otros se visten con ciertos colores, otros abanderan ciertas ideas, pero todos, todos hacemos algo para encajar en este puzle sin caja de referencia.

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Ella con no más de diez resaltando sus ojos y yo con más de veinte lavándome las manos, compartíamos en el baño un deseo común, aunque no siempre seamos conscientes, aunque a veces no queramos admitir la gran cantidad de cosas que nos hacemos a nosotros mismos para los demás.

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Qué pena, casi llego a pensar, tan joven y ya tiene el cerebro lavado por lo socialmente normativo. Qué pena yo, que sin darme cuenta, he ido aceptando esos mismo parámetros como metas a cumplir. ¿Cómo pedirle a una chiquilla que sea ella misma cuando ni yo misma me permito serlo en ciertos casos?

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Salí del baño y ahí la dejé, una mocosa haciéndose un sitio en el mundo pintándose como cree que quiere ser. Yo no me maquillo, pero soy también una mocosa que a su manera, se adapta a como cree que quiere ser. Dentro de mí sé que cedo a algo que no es correcto, pero es mucho más fácil pintarse la cara, que luchar contra las inseguridades nacidas de las certezas a cómo debemos ser.

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