Pj: Aaron Hayes.
-Relato corto.-
No siempre tuve miedo al agua.
Son las cuatro de las mañana, y aún no he podido dormir. La hora de los espíritus pasó hace sesenta minutos exactos y tú aún sigues aquí.
Te hablo cada noche, esperando que estés bien. Mi querida Ana, te envolvieron las burbujas y te tragó la oscuridad.
La pelirroja, acunada contra su pecho, abrió el par de esmeraldas. Él no sabía cómo, pero estaba seguro que lo había escuchado. ¿Sería por eso que siempre se dormía escuchando su corazón?
La chica se incorporó levemente para poderlo ver a los ojos y le sonrió. Era esa sonrisa que le recordaba las cosas buenas de la vida, los detalles del mundo. Aaron le sonrió un poco, y acarició los mechones de fuego, hablando entre susurros aunque en ese momento, estaban sólo los dos en el dormitorio del universitario, en lo alto del edificio.
—¿Te desperté, luciernaguita?
Ella negó y le acarició la mejilla. Estaba algo rasposa, tendría que afeitarse en la mañana.
—Ella está bien —le dijo con dulzura impregnada en su voz— ella te escucha, cada noche, y te ama.
—Todavía no me perdono —prosiguió el rubio, con la mirada cargada de amargura.
Sus manos buscaron la espalda de Natara, tratando de calmarse. Por dentro estaba hecho un manojo de nervios, aunque por fuera a duras penas alterara su gesto.
Ella lo dejó inspeccionar sus cicatrices, sin miedo, mientras le buscaba los ojos. Un estremecimiento se deslizó como una serpiente por su columna, siempre tenía las manos frías.
—Pero ella nunca te inculpó. Eras un niño con padres negligentes. No tienes la culpa —dijo, inclinándose para besar su frente.
Ella siempre era tan cálida, tan suave... le llegó su característico aroma, desprendido de su pecho. Ese dulzor sutil que le gustaba tanto, muy tibio y humano, frágil, inocente y travieso.
—No tienes la culpa —repitió, con tanta convicción en ese par de ojos verdes que hasta él se lo creyó. Al menos por esa noche.
—Siempre haces eso —le sonrió con un dejo divertido, sabiendo que lo había manipulado.
Ella rió, con su risa de campanillas.
La rodeó con sus brazos pegándola a él bajo las sábanas, y siendo ese el último sonido en su mente, se pudo dormir.
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