Bonnét G.

En medio del aroma perverso de los perfumes, a través de la atmósfera sobrecargada que define a cualquier basílica. Se desliza lentamente sobre las puntas de los pies; extendiendo, quizá, uno de sus brazos con gesto de autoridad. Sostiene una flor de loto a la altura de su rostro, mientras que un melodioso punteo acaricia las cuerdas de una guitarra.

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Expresión concentrada, solemne y casi augusta. Mirada que aletarga milenios, si es que estás preparado para sostener el duelo con la catástrofe hecha persona. Ondea el cuerpo, ruge el pavimento. Sobre la piel, centellean y escupen chispazos las gotas del rocío provocado por el mes de agosto. Ensimismada, con la mirada fija; desdibujada. De quién no hablan las leyendas. Permanece difuminada, y su misterio y éxtasis penden en la lejana niebla de los siglos. Accesible, sólo para mentes desquiciadas y afinadas que adquieren un poder digno de la más benévola de las neurosis. Resultado inalcanzable, no equiparable a las pinturas; vulgaridad en carne y hueso. Incomprensible para escritores que no manejan la inquietante exaltación del aroma de su cuerpo, ni la majestuosidad refinada de quién se entrega al caos más absoluto, a la caja de Pandora. Ábreme.

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Dicen de mí que soy una mujer a la que hay que prestar oído pero jamás fidelidad, de otro modo estás perdido. Soy una persona que corre hacia lo que pretende arrollarla; soy una obstinada kamikaze. Llegó la hora de precipitarse al oleaje.

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